Opinión

Gestión de las emociones y la aceptación de lo humano

Por Mario Parra Cárdenas Psicólogo / Periodista

Si alguien pregunta cómo nos sentimos, la respuesta inmediata y automática será “bien ¿y tú?”. Es parte de la formalidad habitual entre dos personas que se encuentran, en que ninguno espera que el otro u otra empiece un relato que se salga del marco esperado. Si alguno dijese estar triste y a continuación empezara el relato de un hecho trágico, seguro causaría asombro en su interlocutor y quizás una leve molestia, pues la verdad es que nadie parece estar preparado para hacerse cargo de las emociones ajenas y, siendo honestos, tampoco de las propias.

Pero no es sólo en alguna circunstancia fortuita de encuentro en que la expresión de alguna emoción puede causar incomodidad. Solemos mostramos perplejos ante el llanto desconsolado, las expresiones de rabia o el miedo que paraliza incluso en ambientes familiares. Aún hoy, una persona “emocional” es sinónimo de ser voluble, poco confiable y carecer de capacidad de control de los impulsos, pues durante mucho tiempo se ha impuesto una visión donde la mente y, por ende, la racionalidad (el “pienso, luego existo” de Descartes) surge como el motor de la existencia, excluyendo a las emociones de una ecuación que, durante siglos, ha buscado entender lo que nos hace humanos.

Ha costado asumir que más que seres racionales somos seres emocionales que razonan, como bien dice Daniel López Rossetti en su libro “Emoción y Sentimientos”, lo cual buscar cambiar el paradigma respecto a cómo entendemos nuestro comportamiento y la forma de relacionarnos en un mundo que sigue promoviendo la capacidad de funcionar “fríamente” en la complejidad social, alejándose de las respuestas automáticas que activan las emociones ante una situación determinada.

Lamentablemente, este “pensamiento frío” que permite hacernos cargo de los desafíos de la vida y que nos ha llevado a donde estamos hoy, ha tenido el costo de hacernos creer que haciendo uso de la mente racional podemos controlar y hacernos cargo de cualquier situación que se nos presente. Pero este es un error que, como bien señaló Antonio Damasio en su libro “El error de Descartes”, implica dejar de lado las emociones y los sentimientos para entender que la mente y el cuerpo están unidos, y que éstos pueden hacernos descarrilar en algunas ocasiones.

Así, incorporar la variable de las emociones nos otorga el permiso de poder cometer errores. No somos máquinas que tienen el imperativo de funcionar siempre de una forma adecuada y neutra, reaccionando como si fuéramos el doctor Spock de “Star Trek” (para quien no conoce el personaje de orejas puntiagudas, este se caracteriza por su carencia absoluta de emociones, pero gran capacidad de lógica y deducción). Es un hecho que, en ocasiones, aunque contemos hasta diez, las emociones pueden desbordarnos o, como suele decirse, secuestrar nuestra capacidad de discernimiento.

Por lo demás, existen situaciones en que si alguien no demuestra emoción alguna puede ser indicativo de algún problema. Es esperable sentir tristeza por la pérdida de un ser querido, miedo al estar perdido en un bosque, rabia por ser víctima de un robo o alegría por cumplir una meta importante. En este sentido, las emociones constituyen guías para enfrentar determinados sucesos de la vida, activando zonas neuronales del cerebro para preparar el cuerpo y así enfrentar estos desafíos. Es decir, constituyen una respuesta involuntaria que moviliza los recursos propios con una finalidad determinada (de hecho, la etimología de la palabra emoción es emovere, que significa movimiento).

Pero es importante destacar que si bien las emociones son involuntarias y pueden generar problemas por no ser atingentes en un momento determinado (por ejemplo, estar en permanente estado de alerta por el miedo sin existir motivo para ello) o por mantener en el tiempo aquellas definidas como “negativas”, lo que gatilla alteraciones físicas y psicológicas (en la base de los trastornos afectivos y ansiosos están siempre las emociones), esto no implica que no podamos gestionarlas.

Este concepto, que ha tomado relevancia en el último tiempo sobre todo en el contexto educativo, permite demostrar que somos capaces de administrar, manejar o dirigir las emociones para que no se tornen disfuncionales. Esto, que puede parecer tan simple, implica como primer desafío lo que ya nos planteaba Sócrates hace miles de años: conocernos a nosotros mismos, un esfuerzo que muchas veces preferimos soslayar porque implica asumir que la racionalidad y la lógica están teñidas de emocionalidad, sobre todo ante situaciones que, por ejemplo, nos plantean un dilema ético.

Así, conocer nuestras propias emociones es el primer paso para poder gestionarlas adecuadamente, algo que es necesario trabajar desde la infancia, el momento en que empezamos a construir la idea del mundo propio con la ayuda y el apoyo de los cuidadores principales. Para ello, hay que tener en cuenta que cada persona expresa sus emociones de una forma particular, una huella dactilar que toma la forma de un “perfil emocional” único, como sostiene el neuropsicólogo Richard Davidson. Y es que las emociones tienen valencias (positivas/negativas) e intensidades distintas que podemos reconocer como propias para motivarnos al cambio y desenvolvernos en el mundo con herramientas y capacidades distintas para enfrentar las adversidades, aceptar los cambios, desenvolvernos socialmente y dirigir nuestra atención hacia aquello que consideramos relevante.

De este modo, el reconocernos como seres emocionales implica que estamos dispuestos a aceptar las diferencias de un otro (a), pues en definitiva somos humanos, con sus virtudes y defectos.

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